México despertó un martes.
Hoy me iré a la cama sintiéndome
plenamente agradecido. Agradecido con Dios, porque aunque muchos crean que soy
ateo no es así; agradecido con la vida y más que agradecido, orgulloso de mi
país y de poder llenarme la boca diciendo que los mexicanos somos unos
chingones.
En los días que han seguido al
sismo he llorado incontables veces. Mi llanto ha pasado por el miedo, el
pánico, la impotencia, el coraje, la tristeza, la felicidad y el orgullo, a
todas horas y muchas veces agarrándome desprevenido. Pero puedo decir con
seguridad que he llorado más veces de inmensa alegría que de tristeza, y eso es
gracias a todos y cada una de las personas que seguimos haciendo de México un
país maravilloso, y ojo, que no sólo somos los mexicanos.
Mi colonia se encuentra entre una
de las más afectadas por el terremoto de 7.1 grados que tuvo epicentro en
Puebla, a 120 kilómetros de la Ciudad de México y que sentimos hasta en lo más
hondo de nuestras entrañas. Mi edificio, un edificio viejo y un tanto
descuidado tiembla incluso hasta cuando pasa un camión, pero esa tarde se
estremeció como nunca haciéndome saltar de la cama para ponerme a salvo junto
con mis perros sin importar la herida sin sanar; con 10 puntos quirúrgicos, que
recorría casi todo el pliegue que une el glúteo con mi pierna izquierda tras
una operación hacía 8 días.
El viejo edificio en el que no
confiaba aguantó; pero no sin daños visibles y con fugas de gas. El temor a que
alguna réplica o cualquier otra sacudida lo vencieran seguía presente y no se
iría hasta que un profesional viniera a revisarlo y confirmarlo. Aún así mi
novio y yo decidimos dormir esa noche en casa, así, como pareja de ancianos
aferrándose al único hogar que conocen juntos. Confiando, deseando con todo el
corazón que los daños no fueran significativos. Nos convencimos de hacerlo
después de caminar las calles de Narvarte por toda la tarde con miedo de
regresar. ¿Seguirá ahí? ¿En dónde íbamos a dormir? No teníamos más que lo
básico, y cuando digo básico lo digo en serio, Nate se aseguró de ello. Mis
básicos eran todo lo necesario para seguir curándome la herida, mis medicamentos
y documentos oficiales. No más, lo dejó muy claro. Mi vida estaba en una
mochila y en ambas de mis manos, en una sostenía la correa de mis perros y con
la otra la mano de mi novio.
Sabía que tendríamos en donde
pasar la noche en caso de ser necesario, afortunadamente mis amigos son mi
familia, pero caminamos por las calles sorprendidos de ver cuántas personas más
se encontraban en la misma situación. Muchos en otras peores, en la calle
trasera a la nuestra cuatro edificios colapsaron al grado de enfrentar una
demolición segura. Eso era sólo yendo hacia una dirección, otras
cuadras más adelante otros también cedían obligando a sus habitantes a evacuar por
completo. Mi colonia se transformó en mi país entero. Y así nos llegó la noche
a muchos. Mi novio y yo teníamos miedo de que nuestro edificio se derrumbara si
había una réplica fuerte, pero al menos nos parecía menos inseguro ahora que
veíamos la destrucción que había causado para tantos otros que ese día tenían
que renunciar a lo que era su hogar o a sus seres queridos.
Necesitábamos comprar agua antes
de que comenzara a escasear pero todo estaba cerrado, y la simple pregunta que
le hice a una señora acerca de dónde había comprado agua; porque llevaba varias
bolsas con botellas, se convirtió en el amor directo de México. Apenas y había
podido conseguirlas pero insistió en que tomara al menos una y no dejó de
preguntarnos si necesitábamos algo más. Sí, nuestros rostros de desconcierto
eran así de preocupantes y el amor de la gente tan grande. Para ese entonces la
ciudad entera ya había explotado en amor, en amor por lo nuestro, por el
vecino, por el desconocido, por el hermano. México entero recordó de nuevo, en
2017 y a la generación de millennials que sin importar quién seas todos somos
hermanos. Las personas ayudando ya invadían las calles y corrían de un lado a
otro armados con palas. O sin armas, con puro amor.
Lloré, y lloré de coraje porque
me sentía inútil. Mi deseo de correr con ellos era demasiado pero ni siquiera
podía caminar rápidamente sin arrancarme los puntos y abrirme la herida. Lloré
al sentirme al mismo tiempo vulnerable e incapaz de unir mis fuerzas a las de
mis hermanos, pero aún ni yo sabía qué esperar de mi propio hogar. Mi novio y
mi brigada de amigos y familia se ocuparon de hacerme consciente todo el tiempo
de que debía preocuparme por mi condición física antes que de cualquier otra
cosa.
Entre tanto mi departamento se
convirtió en un puesto en primera fila del desastre natural. Tras una noche sin
dormir realmente, con mochilas listas en la puerta, ropa puesta y acostados en
el sofá-cama de la sala con nuestros perros y todo el pánico del mundo, el
casero nos informó al día siguiente que el edificio ya había sido revisado y
era seguro, pero la luz y el agua no regresarían pronto.
Mientras nosotros nos las
arreglábamos para hacer del baño en otro lugar o recargar teléfonos para poder
estar en comunicación de nuevo con nuestras familias; la nueva generación de
mexicanos entendimos lo mismo que nuestros padres hace 32 años y que ellos
tuvieron el placer de recordar otra vez, que a este país no lo hace su
gobierno, no lo hacen sus políticos, no lo hacen los lord o las ladies ni los
memes de Soraya Montenegro o los XV de Rubí. Ante cualquier cosa a México lo
hace su solidaridad, y pregúntenle a todo extranjero que haya visitado este
país o hasta a aquél que no, porque nuestra solidaridad es bien conocida en el
mundo.
Al segundo día me di
cuenta de que si no podía ayudar físicamente tenía otras formas de aportar, y
es que si algo me dejó llevar más de 6 meses en tratamiento médico tras
posibles tumores, quistes y demás fue el tener un chingo de medicamentos aún
vigentes. Eso y una madre que cada que tiene oportunidad me llena de medicinas
“por si se ofrecen”. Asalté lo que hasta ese momento llamábamos burlonamente la
Farmacia Roes (porque cuando digo que encontrabas de todo es casi literal) y lo
doné quedándome únicamente con lo que aún necesitaba. Un centro de acopio se
formó a unas cuadras de mi departamento y otro justo abajo, dándome la forma de
apoyar utilizando redes sociales para informar en la medida de lo posible de lo
que se necesitaba.
Vi cientos de manos pasar víveres
de un extremo a otro, vi brigadistas, voluntarios, niños y ancianos cargando
por igual. Mujeres que demostraron en ese momento que podían cargar el garrafón
ellas solas y hombres que se olvidaron del machismo y no paraban de llorar.
Escuché porras, sin importar la lluvia y al grito de “¡Sí se puede!” o “¡Vamos
México!” nos dábamos ánimo entre todos; porque desde la ventana me les unía en
cada grito sin contener las lágrimas de orgullo que brotaban de mis ojos ante
la mirada de mi novio extranjero que, sorprendido, entendía que los mexicanos
estamos hechos de un material distinto.
Testarudo y terco, salí varias
veces de mi palco para recorrer nuevamente las calles cercanas a la mía. La
ciudad seguía tomada por los jóvenes y ya no había poder que los detuviera.
Llegamos a Rébsamen y nos encontramos con puños al aire y silencio absoluto.
“¿Hay alguien adentro?” gritó uno de los rescatistas, nadie movía un sólo
dedo. La luna iluminó nuestras más grandes esperanzas en cada una de las
ocasiones que se gritó buscando sobrevivientes. No hubo respuesta. Ningún
sonido salió de aquél edificio verde en el que había desaparecido por completo
la planta baja y los otros pisos yacían casi uno sobre el otro como si de un
acordeón se tratara.
La luz volvió a mi departamento al
tercer día, justo cuando con mucha emoción recolectábamos agua de lluvia en
cubetas para al menos poder ir al baño en nuestro propio hogar. Nos alegramos,
sí, pero a decir verdad no nos hubiera importado que tardara más en
restablecerse, nuestras noches a la luz de las velas platicando y los días de
lectura nos habían regalado momentos invaluables que nos unieron y nos hicieron
enamorarnos mucho más del otro. Fuimos muy privilegiados.
El sonido de la alerta sísmica no
dejó de hacer eco en mi cabeza por un sólo momento; podía jurar que la escuchaba a
cada rato y el pánico me atrapaba al instante, nada conveniente para alguien
que sufre de ataques de ansiedad y se encuentra en recuperación post-operatoria. Los
hospitales en donde me atiendo seguían cerrados y; aunque debían retirar los
puntos, igual creía conveniente dejarlos ahí por unos días más. Y no me
equivoqué, por la noche me aterré al escuchar ruidos extraños afuera de la
puerta de mi departamento y no pude tranquilizarme hasta que no ingerí mi dosis
indicada de clonazepam.
Había pasado los días viendo demasiadas
noticias. Mi cabeza estaba llena de videos, artículos, imágenes y mensajes. Lo
mismo leía de los niños rescatados del colegio en Rébsamen que de las ratas que
tenemos por gobernantes y de esos que sin escrúpulos aprovechaban la
oportunidad para asaltar, robar o engañar a las personas. Pasaba del coraje a
la alegría y de la alegría a la tristeza, provocándome ataques de ansiedad yo
mismo. Necesitaba parar por un momento.
El viernes la Ciudad de México
despertó más despejada. Los cascos, chalecos y palas seguían desfilando por la
calle pero en menor medida, muchos habían vuelto al trabajo. Nosotros nos
desconectamos de la tragedia por salud mental y pasamos el día entero viendo Mad Men y planteándonos una y otra vez la idea de mudarnos.
Quizá de colonia, quizá de país, nada está decidido. Esa noche dormimos,
después de tres noches de terror dormimos. Por
la mañana nos despertó el terror de nuevo.
La alerta sísmica sonó en la
Ciudad de México poco antes de las 8 de la mañana del sábado, como si todas
aquellas veces que la había escuchado en mi cabeza hubieran sido un aviso de
que debíamos estar listos nuevamente. Esta vez no sentimos nada; al menos en
donde yo me encontraba ubicado, pero el pánico ya se había desatado. Los
trabajos de rescate cesaron momentáneamente y la ciudad se sumió de nuevo en el
desconcierto y la tristeza. ¿Hasta cuándo iba a parar? Dos personas murieron de
un infarto, el miedo colectivo no podía ocultarse y entendí que para muchos de
nosotros el estrés postraumático aumentaba a cada minuto. Me pregunté en ese
momento si nos lo estábamos tomando en serio, si aquellos que se sentían igual
que yo habían recurrido a instituciones u organizaciones que ofrecían terapia
psicológica y psiquiátrica gratuita tras el sismo. Sin duda yo lo haría después
de esa mañana, mi cabeza no estaba bien y por más fuerte que me sentía el
primer paso era aceptarlo. Mi ansiedad había dado por resultado que se me
abriera la herida y estando incapacitado tardaría más en poder unir mis fuerzas
a la ayuda.
Contrario a lo que puedan pensar,
México no vive hoy uno de sus peores momentos. No señores, es todo lo
contrario. Después de décadas viviendo con los ojos cerrados los mexicanos nos
enfrentamos a la mejor oportunidad de nuestra vida. A México lo despertó el
sismo, pero lo está levantando su gente. Hoy todos somos iguales, pobres,
ricos, religiosos y ateos, gays o heterosexuales, hoy somos uno y estamos
demostrando que cuando queremos podemos cambiarlo todo. Los partidos políticos
y el gobierno hoy pasan a segundo plano, a México lo gobierna su gente y ésta
vez no lo vamos a olvidar.
Hoy todas las manos y voces están
unidas, hoy a México no lo hacemos grande sólo nosotros; sino también miles de
extranjeros que se convirtieron en mexicanos al vivir la tragedia a nuestro
lado, en el lugar de la desgracia y también a distancia. Como mexicano le doy
las gracias a todos los que desde todas partes del mundo mandan ayuda, mandan a
su gente o mandan oraciones; porque aunque digan que las oraciones no sirven de
nada sí lo hacen cuando entre muchos se manda el mismo mensaje al universo, ese
mensaje positivo que ahorita envuelve a nuestro país.
La ayuda no debe parar ni el
ánimo decaer, nos enfrentamos tan sólo al principio de una desgracia, de un
movimiento, de una revolución. Lo difícil apenas viene.
¿Se imaginan continuar con esta hermandad de manera definitiva? Seguir ayudando al otro desinteresadamente aunque sea un desconocido, darnos la mano entre todos y unir nuestras voces y acciones para exigir a nuestros gobernantes el país que merecemos, demostrarle al mundo que México no es pobre y que no somos criminales como muchos nos pintan. Que somos el país más chingón del mundo y que esta sacudida habrá podido tumbar edificios, pero levantó la unión, la fuerza y el amor de toda nuestra gente.
¿Se imaginan continuar con esta hermandad de manera definitiva? Seguir ayudando al otro desinteresadamente aunque sea un desconocido, darnos la mano entre todos y unir nuestras voces y acciones para exigir a nuestros gobernantes el país que merecemos, demostrarle al mundo que México no es pobre y que no somos criminales como muchos nos pintan. Que somos el país más chingón del mundo y que esta sacudida habrá podido tumbar edificios, pero levantó la unión, la fuerza y el amor de toda nuestra gente.
Lo digo y estoy seguro de que
hablo por todos mis compatriotas. Si nos morimos y volvemos a nacer, los mexicanos pedimos que sea otra vez en México.
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