Feliz día de tu muerte, Papá.




Hace 13 años mi padre murió en mis brazos. Eran aproximadamente las siete de la noche cuando su corazón dejó de latir; la verdad es que ya no recuerdo exactamente la hora, lo que sí recuerdo es que en el preciso instante en el que el alma abandonó su cuerpo cuando aún lo sostenía el brillo de sus ojos se perdió en el abismo.

13 años han pasado. Yo tenía 18 y no era más que un adolescente estúpido que ni siquiera comprendía aún el valor de tener a mi padre con vida. Y a pesar de que ahora lo sé, también sé que su muerte fue una de las experiencias más difíciles que he tenido que vivir, pero una que agradezco que haya ocurrido.

Mi padre era un buen hombre, bondadoso e inteligente pero lleno de demonios que lentamente se fueron alimentando de la poca conciencia que aún permanecía intacta en su mente. La misma conciencia que un día lo llevaba a amarnos con locura y al otro a violentarnos verbal y hasta físicamente. No, papá no era un monstruo, simplemente estaba enfermo y quizá nunca se dio cuenta del mal que atacaba su mente.

Minutos antes de morir lo ayudé a ir del baño a su recámara, caminando lento y con paciencia, como si se tratase de un hombre discapacitado o un anciano de edad muy avanzada. A sus 48 años todo rastro de fortaleza había desaparecido. Lo único que quedaba era un cuerpo desgastado que luchaba cada día contra las ganas que tenía de seguir viviendo y el deseo de que todo dolor se extinguiera repentinamente.

Con cuidado lo acosté en la cama y le alcancé sus pastillas mientras mis amigos debatían en mi recámara, justo a un lado de la de él, qué película veríamos juntos. Esa tarde habíamos planeado ir al cine, pero cuando íbamos en camino un presentimiento extraño me invadió y supe que tenía que regresar a casa; el final estaba cerca.

Mi madre estaba de viaje visitando a mi hermana, sólo éramos papá y yo. Ella, antes de irse, me hizo prometer que cuidaría bien de él y no pelearíamos más. Después de todo yo aún albergaba resentimiento y coraje contra el hombre que supuestamente tenía la responsabilidad de cuidarme, de ayudarme a crecer y enseñarme a sortear las situaciones que la vida me fuera presentando. Nada de eso pasó sino hasta después de su muerte.

Todavía no terminaba de acostarlo cuando en un segundo todo se detuvo. Sus ojos veían directamente a los míos con cierta extrañeza, a diferencia de mí él sabía lo que venía. Su cuerpo se puso rígido y frío casi al instante, pude sentirlo y casi podría jurar que vi cómo algo indescriptible se liberaba de ese remanente de piel y huesos. Se había ido.

Calmado y en shock llamé a una ambulancia. Sabía que estaba muerto, pero necesitaba que alguien más me lo confirmara y mis amigos no tenían el valor de pronunciar las palabras que lo daban por hecho. Casi una hora después llamé a mi madre, la noche ya había caído y aún sin saber cómo darle la noticia tuve que decirle al teléfono que su esposo, mi padre, acababa de morir. ¿Qué pasó por la mente de mamá en ese preciso instante en el que escuchó de mi voz aquella noticia? Lo único que podía imaginar era que había faltado a mi promesa, que papá había muerto estando bajo mi cuidado y que no había más culpable que yo. Por años me atormenté a mí mismo con ello.

Era de madrugada cuando salí de mi recámara y subí a la sala, los encargados de la funeraria ya se habían llevado el cuerpo hacia unas horas. La oscuridad que se esparcía por toda la casa y el aire frío que entraba por las ventanas me erizó los vellos del brazo y, justo cuando miré al sillón preferido de mi padre, lo vi sentado como siempre; pero ahora vestía de traje y su cabello lucía raro. Despacio volteó la cabeza hacia mí y sonrió levemente, en ese preciso instante una de mis amigas me tocó el hombro por detrás y me hizo salir del extraño contacto que estábamos viviendo. "Su cuerpo está listo", le dije, y el teléfono de la casa sonó a los pocos segundos. Era la funeraria avisando que ya podíamos ir a velarlo.

Un coche se detuvo afuera de la casa, alguien salió de adentro y por la manera en la que cerró la puerta, aprisa y con coraje supe que era mi hermana. La puerta de la entrada se abrió y ella corrió hacia mí abrazándome por largo tiempo repitiendo que no era mi culpa; yo me quedé quieto sin saber qué hacer o qué decir. No hubo necesidad de decir nada. Mamá no había conseguido vuelo y venía por carretera. Llegaría dentro de unas horas.

Mi hermana y yo nos dirigimos a la funeraria y, al llegar, lo primero que ella hizo fue pedir que abrieran el ataúd para arreglarle el cabello, lo habían peinado de una manera que él nunca en su vida lo habría hecho. Justo como lo vi en el sillón entre la oscuridad de la sala. Cuando escuchamos el sonido de tacones avanzar a toda velocidad supimos que mi madre había llegado. Abrió la puerta de la sala de velación y se dirigió directamente al ataúd llena de lágrimas y sin detenerse a mirar a nadie. Yo seguía sin siquiera poder llorar.

Gente entraba y salía, me abrazaban constantemente y tuve que repetir la historia de sus últimos minutos de vida una y otra vez hasta el cansancio. Cuando después de horas sin dormir por fin lo enterramos yo seguía sin derramar una sola lágrima, estaba seco, aún en shock y no sentía absolutamente nada; pero bastó el primer acorde de la canción favorita de papá, tocada por varios miembros de la familia para que mi barrera de derrumbara, y al ver su cuerpo a punto de pertenecerle a la tierra no pude aguantar más el peso de mi cuerpo y me dejé caer a su lado. Jamás lo iba a ver de nuevo, no escucharía su voz, no hablaríamos de aliens, música o cultura como lo hacíamos en el pasado, papá se había ido para siempre. Entonces lloré y lloré hasta el cansancio.

Lloré de coraje por no haberlo aprovechado más mientras vivía, lloré de tristeza por haberlo juzgado tan fuerte, lloré de impotencia por no haber podido salvarlo; y lloré de alegría porque el tormento que por años vivimos mi familia y yo al fin había terminado.

13 años han pasado, y así como no hay día en el que no desee seguirlo teniendo cerca tampoco hay día en el que no agradezca por el hecho de que no sólo nuestro dolor terminó, también el suyo llegó a su fin. Y es que al final todo termina, nacemos con la única certeza de que un día vamos a morir, de que nada es para siempre y todo ciclo se acaba, y aunque el suyo terminó pronto todavía lo siento conmigo. Lo siento presente en cada alegría y cada tristeza, en la depresión y la indiferencia, lo veo de vez en cuando deambular a la cercanía y sé que no me ha dejado porque al irse me heredó los demonios que con él vivían. Demonios contra los que he dejado de luchar y empezado a aprender a aceptar como míos, sin desearlos lejos pero sin dejarlos acercarse a mí más de la cuenta. Vivimos en paz, pero al final seguimos viviendo.  

Hoy tengo 31, hoy son 13 años que se fue, y siguiendo con nuestra tradición sobrenatural sé que hoy más que otros años nos vamos a ver de nuevo. Que hará acto de presencia y pasará a verme para asegurarse de que, a diferencia de él, yo sí haya aprendido la lección y siga ganando una batalla que más que lucha se ha convertido en una danza. Una en la que yo llevo el ritmo y los fantasmas sólo siguen el paso sabiendo que a pesar de su poder, no van a poder conmigo.

Siento mucho no haberte entendido o aprendido a amarte más mientras viviste.

Qué día elegiste para irte, viejo. Feliz día de tu muerte.

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